Recuerdos fúnebres invaden su mente con cada tos, memorias de su padre escupiendo sangre a puertas de su muerte le nublan el pensamiento. Ayer no se encontraba tan mal, en cambio hoy solo ve muerte. Suksu ya va varias horas intentando levantarse, pero su cuerpo le desobedece, como si se hubiera rebelado antes que él a los maltratos de cada jornada.
Echado en aquella chuklla y empapado de sudor producto del miedo, la fiebre y la humedad del valle se encontraba casi sin ganas de seguir luchando. Sentía que la vida se le agotaba y que la muerte se acercaba a él a darle un abrazo que le transmitía una silenciosa y oscura paz. Suksu, aceptando su destino, abrazando a la muerte y con una lágrima en el rostro, cerró los ojos y se durmió.
¡Pero qué sorpresa! Fue un milagro para él despertar al día siguiente y descubrir no solo que estaba vivo, sino que había recuperado el movimiento. Jamás había estado tan contento de ir a trabajar en las plantaciones de arroz, ahora solo tenía que dar explicaciones al patrón y recibir el castigo correspondiente. Después de haber conocido la muerte había adquirido cierto cariño especial por la vida, sea como esta fuese, así que esto del castigo no le sonaba tan mal. Con esa intención se dirigió hacia la hacienda del patrón, pasando antes por el poblado. Allí todo estaba igual: personas flacas viviendo en casas viejas; sin embargo, llamó su atención unas banderas sobre los techos de unas casas que jamás había visto, estas tenían tres franjas verticales con los colores rojo, blanco y rojo. Esto le generó curiosidad, pero no la suficiente como para detenerse a hacer preguntas, al fin y al cabo, esa era la única diferencia que pudo percibir, así que continuó su camino a pedir disculpas por lo acontecido. Pero caminar sin inconvenientes no le duró mucho, pues de pronto comenzó a toser súbitamente.
Este ataque de tos, más sangriento de lo habitual, le quitó los buenos ánimos y le recordó de forma cruel que su vida seguía corriendo peligro, que aún era un hombre moribundo. Una mujer desconocida que estaba por ahí pudo verlo y, conmovida por su mirada que parecía más la de alguien muerto que la de un vivo, le recomendó que vaya a ver a una persona, un curandero, con fama de saber de medicina. Así Suksu, siguiendo las indicaciones de la señora, se dispuso a ir a ese lugar primero.
Llegó a una casa como cualquier otra. Suksu no estaba seguro si era el lugar correcto, pero no podía tardarse mucho. Tocó la puerta y esperó largo rato hasta que por fin se oyó una voz desde el interior de la casa.
—¿Quién es? —preguntó la voz.
—Me llamó Suksu, necesito ayuda —respondió de forma apresurada.
La puerta se abrió y Suksu entró. El lugar era pequeño y oscuro, la voz provenía de un hombre de edad avanzada quien era, al parecer, aquel curandero del que la señora hablaba. Entonces Suksu, con un nudo en la garganta, comenzó a narrar lo que le pasaba sin poder disimular su desesperación, contaba de su tos y del episodio en el que no podía moverse. No quería morir, por lo que solo esperaba que le dijera de cualquier manera algo como: “Tranquilo, usted no es un hombre moribundo”.
—Usted tiene tisis —dijo el curandero interrumpiendo su historia y sus sentimientos —No tiene cura. Puedo notar que es de la sierra, las personas de las montañas suelen tener esta enfermedad cuando bajan a la costa. Le sugiero que regrese a las alturas, si puede —continuó y luego le habló de alimentación, de higiene, de malos aires que cargan enfermedades y otras cosas.
Suksu estaba devastado por lo que escuchó, a pesar de no haber entendido prácticamente nada. Pero pudo canalizar aquel dolor que sentía en ira. Se arrepintió de haber escuchado a aquella señora y se enojó con ella, con el curandero y consigo mismo. Entonces salió de aquella casa sin despedirse y aceleró el paso para llegar cuanto antes a la hacienda del patrón.
Sin embargo, la sed y el calor le obligaron a detenerse un momento para tomar un poco de agua. Se sentó cómodamente bajo la sombra de un molle junto a una acequia y rápidamente el cansancio que tenía hizo que surgiera en él un incontrolable deseo de dormir. Suksu, hechizado por el ruido del viento y el sonido del agua, se quedó profundamente dormido.
Al despertar recordó que ya tendría que haber llegado a la hacienda del patrón. Con la ayuda de su cuerpo descansado estuvo en poco tiempo a las puertas de la hacienda. Al llegar, observaba con asombro e incredulidad que ya no estaban los grandes establos ni los hermosos caballos.
—¿Dónde está el patrón? —gritó Suksu a una mujer que caminaba por la hacienda.
—¿Patrón? Aquí no hay patrón desde la reforma agraria —respondió ella.
—¿Reforma agraria? —Suksu jamás había escuchado tal cosa, no comprendía en absoluto. Volvió a preguntar a otras personas y todas le respondían lo mismo.
Necesitaba respuestas, no comprendía lo que estaba ocurriendo, así que decidió regresar al poblado. Al regresar, se dio con la sorpresa de que todo había cambiado: más casas, más gente, era todo un pueblo y se preguntaba en qué momento pasó todo eso, si aquella misma mañana no estaba así. No comprendía nada, la cabeza le daba vueltas y a esto se le sumó otro fuerte ataque de tos que lo hizo abrazar el suelo. Por fortuna, alguien que andaba cerca lo vio, se compadeció y lo ayudó a llegar hasta una tal “Posta de salud”. Al llegar, Suksu tomó asiento en una banca y la tos cedió un poco, el señor que lo ayudó gritó “¡Doctora!” y se fue sin despedirse.
Tan solo unos segundos después, salió de una habitación una señorita vestida con traje blanco. Cuánta impresión le causó que sea mujer y que sea tan joven.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó la señorita sonriendo.
—Tenía mucha tos y me ayudaron a llegar a este lugar —respondió Suksu nervioso.
Entonces, aquella mujer le realizó muchas preguntas y lo escuchó pacientemente.
—Voy a tener que revisar algunas cosas de su cuerpo —dijo finalmente, mientras Suksu observaba que se ponía una senccapa en la cara cubriendo su sonrisa —Por favor, retírese la camisa —le indicó.
Suksu obedeció algo avergonzado y la joven doctora procedió a examinarlo meticulosamente.
—Puede usted vestirse nuevamente —dijo al terminar —Es posible que usted tenga tuberculosis —concluyó con preocupación.
Luego habló de cosas totalmente diferentes a lo que había oído antes, le habló de bacterias, de contagios y otros asuntos. Suksu no comprendió nada de lo que le dijo, pero le pareció entender “Tranquilo, usted no es un hombre moribundo”.
—¿Me puedo curar? —dijo Suksu sin poder evitar sonar como un niño que terminaba de llorar.
—Si sigue las indicaciones y toma medicamentos, lo más seguro es que sí —respondió la mujer mientras miraba con ternura la sonrisa nerviosa de Suksu.
Posteriormente, la doctora le indicó que se sentara a esperar y se fue a escribir en unos papeles. Suksu no le obedeció, era la primera vez que alguien le decía que podía curarse y eso no podía asimilarse tan fácilmente, así que decidió esperar de pie en un estado de incredulidad y con muchas preguntas por hacer; sin embargo, su estado de salud se opuso a tal determinación y fue así que el cansancio y una súbita debilidad en las piernas forzaron su obediencia. Ahí, sentado e inquieto, pero agotado por la enfermedad, se quedó dormido.
Pero ese sueño no duró mucho, fue interrumpido pronto por un fuerte ataque de tos acompañado de sangre. Al abrir los ojos descubrió con asombro que estaba en otro lugar, un lugar desconocido, o así pensó al comienzo. Pero al alzar la vista descubrió unas siluetas familiares, eran las siluetas del Misti, el Chachani y el Pichu Pichu, aunque solo eran siluetas, pues se veían como sombras grises que carecían de esa nieve blanca que acompañaba los recuerdos de su niñez. Además, el cielo no era azul y el aire se sentía sucio, entonces recordó que el sanador mencionó algo de aires malos, quizá a eso se refería. ¿Era eso Arequipa realmente, con sus volcanes sin nieve y sin su cielo azul? Pero no había tiempo para recuerdos, aquella tos que lo hizo despertar estaba empeorando cada vez más producto de aquel aire.
—Vengan niños, no se acerquen. Seguro tiene covid y encima no usa mascarilla —escuchó decir a una señora mientras se alejaba rápidamente tomando a sus hijos consigo. Todos ellos usaban esas senccapas como la doctora.
Suksu estaba absolutamente perdido en aquel lugar y se mareaba al ver tanta gente, tantas casas; además, su tos empeoraba y sentía que el aire se le escapaba del cuerpo. Todas aquellas sensaciones fueron aumentando hasta que, finalmente, se desplomó.
Sin tener idea alguna de cuánto tiempo pasó, Suksu despertó en una cama, la más cómoda que tuvo en la vida, tenía sábanas blancas y, al mirar alrededor, vio a otras camas como la suya. Entonces, después de pasar unos minutos contemplando el lugar, vio que unas personas vestidas de blanco se acercaban hacia él.
—Buenas tardes señor, ¿cómo se encuentra? —le dijo uno de ellos.
—Buenas tardes, me siento bien —se limitó a contestar Suksu.
—Me alegra mucho, usted no llegó aquí en buenas condiciones — respondió.
Las personas de blanco conversaron un rato junto a su cama y Suksu se mantenía ajeno a la conversación, pues no entendía nada. Luego le hicieron algunas preguntas y, al terminar, así como llegaron se fueron dejándolo en un silencio que era interrumpido ocasionalmente por toses provenientes de otras camas. Suksu estaba muy cansado, no podía procesar todas las cosas nuevas que estaba experimentando y así, con la mente en blanco, se durmió nuevamente.
Despertó al escuchar algunas voces que hablaban junto a su cama, al abrir los ojos vio a personas vestidas de blanco hablando. Una de ellas sostenía un papel cuadrado de color negro que contenía siluetas entre las cuales pudo reconocer a sus costillas. Escuchaba que discutían algunas cosas.
—Cavitaciones en las regiones superiores de ambos pulmones sugieren tuberculosis —explicaba la persona que sostenía la radiografía a los demás y daba luego otras explicaciones adicionales que Suksu no comprendía en absoluto.
—Es importante que usted tome sus medicamentos como se le indique —dijo de pronto esa persona dirigiéndose a Suksu —incluso si ya se siente bien —agregó y posteriormente se retiró acompañado por los demás.
Suksu no comprendió nada, pero le pareció entender que le decían “Tranquilo, usted no es un hombre moribundo” y se contentó con eso, parecía que la joven vestida de blanco del pueblo no le mintió, realmente había una cura. Aferrado a aquella esperanza surgió en él un sentimiento de gratitud inmensa hacia aquellas personas vestidas de blanco. Y así, sonriendo y con una lágrima en el rostro, terminó su sueño.
Al final, Suksu, solo en aquella chuklla, no consiguió levantarse nunca. Cuánto tiempo pasó en su mente, cuántos años presenció, ¿unos doscientos quizá? ¡Cuántas cosas tuvo que soñar para poder morir tranquilo! La enfermedad puso fin a su vida y puso fin a su sueño, ahora solo queda imaginar cómo hubiera continuado. Quizá… ¿un hermoso cielo azul en Arequipa?, ¿personas caminando sin cubrir sus rostros?, o mejor aún: no más gente tosiendo.
Este cuento fue escrito para los III Juegos Florales Estudiantiles de Medicina 2021 de ASPEFAM, con el tema “Medicina a través del bicentenario”. Ya terminó el concurso (no gané), así que ahora lo comparto por aquí.