Había una vez una niña con el ojo derecho negro como la noche y el ojo izquierdo plateado como la luna. Pero por el ojo oscuro veía el mundo brillante y por el ojo brillante, no veía más que oscuro. Tenía un padre bondadoso de ojos negros y una madre que vivía en el cielo, o eso le decían. La niña nunca había visto sus ojos, pero los imaginaba blancos y brillantes como el suyo, A veces creía ver los ojos de su madre por la noche, indistinguibles de dos estrellas, mirándola desde lejos.
La niña de los ojos antónimos estaba enamorada. Suspiraba por un compañero, aunque no se veían mucho, pues a veces el temor de salir lo impedía. Sin embargo ella, lo quería más cuanto menos lo frecuentaba, pues su mente lo pintaba con más virtud y más belleza de la que en realidad tenía. La niña lo extrañaba por las noches, la niña lo extrañaba por los días. Por su parte el niño se acordaba de ella solamente cuando la veía.
Una de esas noches, cuando la niña estaba por dormir y el padre estaba fuera de casa, en el cielo surgió un resplandor con el atrevimiento de brillar más que la propia luna, y no conforme con esto tuvo la impertinencia de interrumir el silencio de la noche con un rugido que rompió un par de ventanas. La alarma de la ciudad, no se quedó callada, por consiguiente, la niña obedeció, como le habían enseñado y se puso en dirección al refugio subterráneo. Sin embargo, en el camino pudo observar que en la calle habían más escombros de lo acostumbrado. Además, se escuchaban gritos, también se escuchaban llantos. Asustada, por instinto fue a ver de lejos la casa de su amado y encontró que fuego salía por uno de sus lados. Con el corazón en la mano se dirigió ahí sin pensarlo, pero antes de llegar apareció el resplandor frente a ella y la tiró a un costado.
Se hizo de día de repente, veía todo más claro, aunque no conseguía distinguir exactamente dónde estaba. Escuchaba un zumbido, pero levemente escuchaba una voz que la llamaba, era la voz de su compañero más preciado. Daba pasos hacia la voz, pero al tenerla al lado, no pudo verlo ahí y, por su parte, el niño se quedó callado. Él la miraba aterrado, veía que la niña intentaba encontrarlo, intentaba llegar a él extendiendo los brazos. Se dio cuenta que tenía la mirada perdida, que no miraba nada, y que ya no tenía solo uno, sino dos ojitos de plata. El niño dio un paso hacia atrás, guardando silencio y vio con miedo cómo la niña daba un paso hacia él y con un delicado gesto llegó a alcanzar con sus dedos el cuaderno que él tenía sujetado en una de sus manos. Posteriormente, escuchó sin moverse que la niña leía de su cuaderno una página en blanco.
Y la niña leía:
Guarda tu corazón,
que es tu tesoro más valioso,
pues será tu luz y tus ojos
en tu camino valeroso.
Al terminar estas palabras, el niño se dio la vuelta y escapó sin mirar atrás, dejando a la niña de los ojos de plata con el cuaderno entre sus manos, quien continuaba leyendo las páginas vacías con una sonrisa en el rostro y con lágrimas brillantes como estrellas que salían de sus blancos.